De lunes a viernes me despierto de madrugada, me cepillo los dientes y me dispongo a cocinar el almuerzo, sí, el almuerzo. Luego despierta mi esposa y me ayuda con esa labor mientras me doy un baño. Tomamos el desayuno y luego nos dirigimos a nuestros puestos de teletrabajo (sólo por si lees esto después de la pandemia, todavía estamos trabajando desde casa). Todos los días es lo mismo, y no es que me aburra, pero sí cansa. Paso horas largas dando clases, revisando compromisos, incentivando a mis estudiantes a que tengan más entrega con respecto a sus labores. Mis días son largos ahora mismo; siempre termino muy agotado, visualmente, mentalmente, con mi espalda adolorida, con mis caderas engordando, con mi nuca que no tolera mi cabeza, y pensando en que el día siguiente será igual, o por lo menos, parecido.
No me gusta quejarme de las cosas, mucho menos del trabajo debido a que pienso firmemente que tenerlo es una bendición grande en estos tiempos de necesidad. Pero en ocasiones los dueños de las empresas se aprovechan de esas cosas para sobrecargarlo a uno de cosas y papeles, y es algo que no podemos simplemente sortear. Ahora bien, no es que me paguen mal, sólo que sigue siendo poco para lo mucho que nosotros los docentes hacemos a diario. Mi espalda ya no es la misma, mi vista se ha deteriorado demasiado, mis ganas de enseñar... pues, se han mantenido.
Resulta que me gusta ver cómo se van formando esas pequeñas criaturas, quienes ya hasta más altas que yo son. Me llena el corazón de alegría cuando uno de mis estudiantes dice que encuentra un pequeño apoyo en mí, que cuando me ven en la calle me gritan para saludarme, que cuando nos topamos en un centro comercial corren a abrazarme, pero sobre todo, me llena cuando me dicen: gracias, profe. Yo no lo hago para que me agradezcan, sólo que cuando lo hacen sé que crecieron y que yo contribuí en una pequeña parte de su desarrollo.
Entonces, para contestar la pregunta de si vale la pena... lo vale, vale mucho la pena.
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